De la antigua Grecia recibimos dos influencias acerca
de la maternidad, una mítica y otra científica. Al parto asistía una partera
que invocaba a la diosa Artemisa, preparaba a la parturienta en la posición
para parir y realizaba cantos con ella. Esta es la dimensión simbólica del
parto. La dimensión sobrenatural estaba en manos de Deméter, diosa que
representaba la vida organizada, fecunda y previsora. Desde la ciencia
(Hipócrates) se consideraba al parto como la mejor prueba de salud.
Los romanos aportaron una doctrina jurídica que
ubicaba a la función materna dentro del marco familiar. Sin embargo la concepción
patriarcal de esa sociedad otorgaba al padre la potestad de aceptar o no al
hijo, podía rechazarlo por razones de enfermedad, duda acerca de su paternidad
o, en el caso de ser una hija más, aligerar la carga familiar. La madre era
considerada solo desde su función reproductiva.
Desde el judaísmo se exalta la fecundidad “creced y
multiplicaos” y el rey Salomón fue quien describió que buena madre no es la que
desea que el hijo viva a cualquier precio sino la que desea que el hijo viva
bien (ahora diríamos sano y feliz).
El cristianismo elevó la maternidad a una
trascendencia por encima de la naturaleza con la imagen de la Madre María.Sin embargo en el período feudal la maternidad no fue objeto de valoración, si bien se le daba una dimensión espiritual, se despreciaba su dimensión carnal.
Recién en el siglo XVIII se otorgó un lugar
especial a la maternidad colocándola al servicio del hijo. Se reconoció el
vínculo afectivo madre-hijo como generador de cambios sociales. Escribe
Rousseau (Emilio, libro I) “si las madres se dignan a alimentar a sus hijos,
las costumbres se transformarán por sí solas, los sentimientos naturales se
despertarán en todos los corazones. el estado se repoblará; este primer punto,
este único punto va a reunir todo.”
La dimensión carnal y espiritual empiezan a
constituir a la buena madre, si bien aún sometida al hombre, muy valorada por
el alumbramiento de sus hijos.
Desde la revolución industrial a ésta época,
el rol femenino sufrió muchos cambios. En la Francia de la revolución se relegó
a la mujer a sus funciones de madre y ama de casa, y en la Inglaterra de esa
época de daba igualdad ciudadana a ambos sexos. Las economías mandaban nuevas
normas pero las necesidades económicas de las familias de menos recursos
presionó a las mujeres a tener que trabajar extensos turnos, además de criar a
sus hijos.
Recién en la Alemania de Bismarck se
promulga una ley (en 1878) que obliga a las fábricas a otorgar licencia de tres semanas por maternidad
(después del parto) y en 1883 una ley otorgó subsidios por maternidad. La legislación
alemana inspiró a los demás países europeos.
A partir de ahí se afirmó la función social
de la maternidad.
La figura del maternaje ahora toma su propia
dimensión. Si bien la maternidad involucra componentes psicológicos
importantes, está ligada a la función biológica. La
crianza (el maternaje) con la
transmisión de seguridad, afecto, valores y conductas a los hijos es la que
conforma y condiciona a los futuros adultos.
Actualmente se reconoce que el niño necesita
amor y cuidados para formarse como
individuo sano física, psíquica y espiritualmente. Se considera más importante
que el niño tenga quien le ofrezca lo que necesita a que crezca en la carencia.
En el presente, a la luz de la diversidad de
conformaciones de parejas, se observa que cualquiera puede ejercer el rol de maternaje
dentro de las posibilidades (e imposibilidades) de género, siempre que esté
dispuesto voluntariamente (con alegría) a ofrecer lo que ese hijo necesita.
Guillermo Drexler